Pais:   Chile
Región:   Metropolitana de Santiago
Fecha:   2018-01-19
Tipo:   Suplemento
Página(s):   10-11
Sección:   Suplemento
Centimetraje:   31x50
El Mercurio - Wikén
Los vinos y enólogos más innovadores de Chile
Premio a la Trayectoria
Álvaro Espinoza

Cuando en 1998, el enólogo Álvaro Espinoza echó a andar la viña Antiyal, comenzó a recorrer un nuevo camino en el vino en Chile. Por primera vez, un enólogo nacional se atrevía a desarrollar su propio proyecto, hecho a su medida, sin presiones. Hoy este camino ya lo recorren muchos profesionales y a nadie parece sorprenderle. Espinoza fue el que abrió esa puerta.

La importancia de Álvaro en la agitación que se vivió con el vino chileno durante la última década del siglo pasado y la primera de éste, fue fundamental. Una época de descubrimientos, de energía. El vino chileno comenzaba a buscar nuevos territorios y se aventuraba al exterior. Como enólogo jefe de la viña Carmen (parte del poderoso grupo Santa Rita), Espinoza dio la batalla para que, por primera vez, se reconociera que el merlot "chileno" en realidad no era un clon de merlot, sino que una obscura variedad bordelesa llamada carménère. En 1994, bajo el sinónimo de grande vidure, Carmen fue la primera viña chilena en lanzar un vino con esta cepa en la etiqueta, reconociendo de paso la confusión y abriendo una ruta para que el carménère se hiciera conocido en el mundo. Lo demás es historia.

El trabajo de Espinoza en Carmen se extendería hasta el año 2000, tiempo en el que se encargó de poner un tema hoy importantísimo en la agenda del vino chileno: la viticultura orgánica. Nativa fue una línea compuesta de dos vinos hechos con uvas cultivadas sin pesticidas ni agentes químicos, una completa novedad en esos años, cuando recién se comenzaba a tocar el tema en el mundo

Como asesor de viñedos Emiliana, iría algo más lejos en su intento de encontrar una viticultura más pura, inaugurando en Chile la idea de vinos hechos con uvas cultivadas bajo los preceptos del biodinamismo, la energía del cosmos aplicada a la agricultura. Aunque en ese momento sonó (y aún suena) algo esotérico mirar las estrellas para ver cómo influyen en las uvas, el biodinamismo aplicado al vino es algo con lo que hoy se cuenta, una herramienta que muchos de los más afamados productores en el mundo usan. Así G, el top de Emiliana, es el primer vino certificado biodinámico de Sudamérica.

Pero además de ser pionero en todas estas áreas del vino, Espinoza también fue de los primeros en ampliar el trabajo del enólogo hacia la comunicación, algo impensado en los años 80, cuando los técnicos nacionales apenas se mostraban fuera del laboratorio. Espinoza impuso una dinámica distinta, presentando él mismo sus propios vinos, tanto en Chile como en el exterior.

Que el enólogo no sólo tenga que hacer los vinos, sino que también venderlos, mostrarlos como propios, es algo que se generó gracias, entre otros, a Espinoza, un profesional con una trayectoria brillante que hoy sigue asesorando a viñas en Chile y continúa -junto a su mujer, Marina Ashton- con Antiyal, una bodega hecha y derecha en el Alto Maipo, que hoy produce más de 40 mil botellas. Nada mal para una pequeña locura hecha casi a escondidas de sus jefes y que partió con apenas tres mil botellas de ese vino con la etiqueta naranja que hoy es un clásico.


Premio Enólogo Joven Roberto Henríquez

Si no han probado el tinto Santa Cruz de Coya, debieran hacerlo. Y sí, en un comienzo puede parecer uno más de esos vinos delicados, muy refrescantes, el tipo de tinto de país que se bebe por litros en el verano y que tanto le han cambiado la cara a esta cepa, ninguneada por más de un siglo y relegada al sur del Río Maule. Sin embargo, si escarban algo más, se darán cuenta de que este tinto sutil, casi frágil, esconde una complejidad de sabores deliciosa y que, tras ese aparente cuerpo ligero, hay agazapados unos taninos, una estructura, que nada tienen que temerle el más fiero de los asados.

Tras Santa Cruz de Coya está Roberto Henríquez (33), un joven enólogo que ha hecho vinos por el mundo y que, en 2014, tras trabajar en Santa Rita junto a la legendaria Cecilia Torres (Casa Real Cabernet Sauvignon), decidió empezar su propio proyecto en su tierra natal, al sur del río Biobío, en Patagual, un villorrio de unos dos mil habitantes, justo frente a un codo del río, rodeado de árboles de castaños, araucarias y, por supuesto, pinos y eucaliptus que las celulosas han plantado en la zona.

Río arriba, internándose en los recovecos de la cordillera de Nahuelbuta, Henríquez ha ido seleccionando viejos viñedos para llevar a su cada vez más amplio catálogo de vinos, que incluye blancos jugosos y de gran cuerpo como su Molino del Ciego, un semillón de suelos graníticos en la zona de Coelemu. "Siempre mis blancos tienen más cuerpo que mis tintos", dice Henríquez, y puede que esté en lo correcto. Este Molino se agarra a la boca como si quisiera ser el más feroz de los tintos, pidiendo mollejas a la parrilla con cierta urgencia.

Con este blanco, más sus Ribera del Notro que funcionan como vinos "de entrada", Henríquez se ha ido forjando fama como uno de los principales actores hoy en el cada vez más dinámico sur de Chile y, sobre todo, en la revalorización de la cepa país que comenzara Louis Antoine Luyt hacia comienzos de este siglo. Henríquez también trabajó con Luyt, pero hoy ya tiene su camino propio, con vinos que se caracterizan por su gran sutileza y que vienen de una zona invadida por las plantaciones de pinos y eucaliptus. "Aquí quedan ya pocos productores y el vino, el pipeño, por lo tanto se vende más caro. Aquí un litro cuesta $500, mientras que al norte del río no sube de los doscientos", me cuenta.

Pero no sólo es el precio lo que marca la diferencia. La zona es más fresca, y eso implica que si ustedes prueban un país de, por ejemplo, Cauquenes, van a ver cuán sutil y fino puede ser su contrapartida de Biobío. Esa es la delicadeza que Henríquez quiere transmitir en sus vinos. En sus tintos, porque sus blancos son unos deliciosos salvajes que sólo piden arrollado con puré picante.


Premio al vino más innovador
Dolmen Cabernet Sauvignon 2015 Santa Carolina

Ya lo sabemos. El cabernet sauvignon, casi sin disputa, es la gran estrella del vino en Chile. Con raras excepciones, cada vez que una viña decide optar por su gran vino, el cabernet o es el actor principal o actúa en la mezcla. Una prueba de la confianza que se le tiene a esta uva y, por cierto, a la marca que el cabernet significa en el mundo del vino.

El gran cabernet en Chile viene de una zona en particular, el Alto Maipo. Por historia y por tradición, algunos de los mejores ejemplos de la cepa nacen en ese lugar, una franja que va desde Macul por el norte hasta Buin por el sur y que contiene viñedos afamados como los que dan vida a Almaviva, Chadwick, Don Melchor, Domus Aurea, Lázuli, Silencio, Las Tres Marías o Lota, todos cabernet sauvignon en su base.

Pero claro que el Alto Maipo no tiene la exclusividad del cabernet. Otra zona, justo al sur, en el Alto Cachapoal, también tiene una larga tradición con la cepa, aunque sin dudas con muchas menos estrellas en su firmamento y con menos prensa que alimente su fama.

En el Alto Cachapoal también nos encontramos con vinos andinos. Quizás los suelos son distintos, pero la misma influencia fresca de los Andes que tanto le gusta al cabernet está allí, muy presente. En una de esas zonas, en Totihue, el equipo de Santa Carolina, liderado por Andrés Caballero, plantó un viñedo de cabernet en laderas, sobre suelos de pizarras negras, una superficie para nada habitual en la cepa, más acostumbrada a los suelos pedregosos de lechos de ríos, tan típicos del Maipo.

El resultado, por cierto, no es nada habitual o, mejor, no tiene nada que ver con el cabernet que ustedes han probado antes de Chile. "Este vino nos propone una cara distinta de la cepa y nos ayuda a profundizar en las fronteras del cabernet", dice el enólogo Andrés Caballero y tiene razón. El suelo de pizarras, la influencia fresca de los Andes, más el hecho de que el vino fue criado en un gran fudre de dos mil litros (la producción total de Dolmen fue ésa) y no en las clásicas barricas bordelesas de 225, le dan a este tinto una elegancia única.

Ya la botella borgoñona, de hombros caídos, nos habla de lo que viene. Este envase, en la mente del consumidor, se relaciona más con vinos jugosos, más ligeros y menos austeros que el serio cabernet. La arriesgada opción que ha tomado el equipo de Carolina al presentar este Dolmen en esa botella, entonces, no es una decisión estética, sino que más bien se trata de una declaración de principios. Este cabernet, nacido sobre pizarras, es un jugo delicioso, muy sutil en textura, pero con una profundidad que pasa como un tren por la boca. Un nuevo camino para el cabernet, sin dudas, y uno de los tintos -así, a secas- más originales que han aparecido en la escena moderna chilena.

Recuadro
"Que el enólogo no sólo tenga que hacer los vinos, sino que también venderlos, mostrarlos como propios, es algo que se generó gracias, entre otros, a Espinoza, un profesional con una trayectoria brillante".

"Henríquez se ha ido forjando fama como uno de los principales actores hoy en el cada vez más dinámico sur de Chile"